-Bueno, nosotros también nos vamos-dijo John mirando hacia
Tom.
Captado.
-¿Eh? Ah vale, está bien, yo…también, mañana me voy. Estoy
cansada de todo esto- soltó en verdadero tono apesadumbrado Aya, mientras
miraba a su alrededor. Un breve silencio ensombreció el ambiente más de lo que ya
estaba, pero no duró demasiado. Tom resopló.
-Muy bien, ya sabes, si sales la última asegúrate de dejar
bien atrancada la puerta, tal y como os enseñé. No te olvides, Aya, en
serio.-recitó Tom en tono severo.
Aya se mordió la lengua y caminó dispuesta a hacer lo que le
había dicho, porque al fin y al cabo, tenía razón. Un par de minutos después,
se quedó sola en la entrada de aquel misterioso caserón. Volvió a inundarle un
denso silencio que, juraría, cargaba una voz.
En aquel preciso momento, sintió un frío helador debajo de su
abrigo. No podía apartar la mirada de su alrededor...
Esos techos altos, tan altos; esa sensación de gigantismo abominable
que bautizaba la mansión por todos lados; ese presentimiento de algo raro entre
las sombras y ángulos irregulares entre el mobiliario. Esa atmósfera pútrida,
densa y cargada de un oxígeno que hacía tiempo dejó de enriquecer el ambiente
para contaminarlo con el moho que se había instalado a paso lento pero
colonizador sobre esos tapices largos que colgaban de aquellos engañosos y
oscuros pasillos. Lámparas de araña con velas en silencio de hace más tiempo
del que creía. La única luz que podría entrar por aquella hermosa y gótica
cristalera central era la luna, lugar tan oscuro que las sombras que
proyectaban eran más aterradoras que el ambiente que portaban. El paso del
tiempo se agolpaba lenta y majestuosamente sobre todo aquello donde mirase Aya.
De pronto, como una gota de agua fría, un cosquilleo frío de
verano recorrió suave pero fugazmente la espalda de nuestra protagonista.
-¿Pero qué…?- Exclamó Aya mientras se pasaba los dedos por
una nariz que emanaba sangre. Cerró de mala manera la puerta, ayudándola con
una silla y se fue camino a casa entre un mar de incertidumbres.
Llovía entonces, pero pronto estaría bajo un techo libre de
lluvia y de cielos grisáceos.
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-Cariño, ¿lo llevas todo?
-Sí papá-respondió dulcemente Aya.
El taxista esperaba ansioso en la puerta, se quejaba por
poder partir.
-Muy bien, pásatelo genial. Sé buena y no te pases comiendo
dulces. Mamá y yo te queremos.
Se dio la vuelta por última vez para ver su casa antes de
partir. Era el primer día de las vacaciones de invierno, “feliz navidad” pensó.
Tras saludar al conductor y acomodarse en aquel más que usado
asiento, se puso los cascos y le dio al play. Quería abstraerse, pensar sólo en
la música que estaba escuchando acorde con el clima gris. No quería pensar más
en esa casa, en sus recuerdos, en los chicos y en la amistad que siente tan
lejos... Los ojos se le iban cerrando poco a poco mientras miraba el vaho y la
lluvia, mientras dejaba pasar los pensamientos.
Recuerdos desordenados de ella y Sam jugando de la mano, bajo
la lluvia, contando historias de terror.
¿Por qué no querría acordarse de mí después de irse? ¿Ya no
le importaba todo lo que vivimos?
Al rato cayó dormida, mientras que afuera una tormenta se
agitaba agresivamente, una lluvia deforme se derramaba agónica por los
cristales del vehículo, recordándole que no todo estaba perdido.