8-CAMBIOS

Antes de empezar el relato me gustaría agradecer a scyntilla por ayudarme y colaborar en este nuevo episodio, ¡gracias!


-Bueno, nosotros también nos vamos-dijo John mirando hacia Tom.

Captado.

-¿Eh? Ah vale, está bien, yo…también, mañana me voy. Estoy cansada de todo esto- soltó en verdadero tono apesadumbrado Aya, mientras miraba a su alrededor. Un breve silencio ensombreció el ambiente más de lo que ya estaba, pero no duró demasiado. Tom resopló.

-Muy bien, ya sabes, si sales la última asegúrate de dejar bien atrancada la puerta, tal y como os enseñé. No te olvides, Aya, en serio.-recitó Tom en tono severo.

Aya se mordió la lengua y caminó dispuesta a hacer lo que le había dicho, porque al fin y al cabo, tenía razón. Un par de minutos después, se quedó sola en la entrada de aquel misterioso caserón. Volvió a inundarle un denso silencio que, juraría, cargaba una voz.

En aquel preciso momento, sintió un frío helador debajo de su abrigo. No podía apartar la mirada de su alrededor...

Esos techos altos, tan altos; esa sensación de gigantismo abominable que bautizaba la mansión por todos lados; ese presentimiento de algo raro entre las sombras y ángulos irregulares entre el mobiliario. Esa atmósfera pútrida, densa y cargada de un oxígeno que hacía tiempo dejó de enriquecer el ambiente para contaminarlo con el moho que se había instalado a paso lento pero colonizador sobre esos tapices largos que colgaban de aquellos engañosos y oscuros pasillos. Lámparas de araña con velas en silencio de hace más tiempo del que creía. La única luz que podría entrar por aquella hermosa y gótica cristalera central era la luna, lugar tan oscuro que las sombras que proyectaban eran más aterradoras que el ambiente que portaban. El paso del tiempo se agolpaba lenta y majestuosamente sobre todo aquello donde mirase Aya.

De pronto, como una gota de agua fría, un cosquilleo frío de verano recorrió suave pero fugazmente la espalda de nuestra protagonista.

-¿Pero qué…?- Exclamó Aya mientras se pasaba los dedos por una nariz que emanaba sangre. Cerró de mala manera la puerta, ayudándola con una silla y se fue camino a casa entre un mar de incertidumbres.

Llovía entonces, pero pronto estaría bajo un techo libre de lluvia y de cielos grisáceos.
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-Cariño, ¿lo llevas todo?

-Sí papá-respondió dulcemente Aya.

El taxista esperaba ansioso en la puerta, se quejaba por poder partir.

-Muy bien, pásatelo genial. Sé buena y no te pases comiendo dulces. Mamá y yo te queremos.

Se dio la vuelta por última vez para ver su casa antes de partir. Era el primer día de las vacaciones de invierno, “feliz navidad” pensó.


Tras saludar al conductor y acomodarse en aquel más que usado asiento, se puso los cascos y le dio al play. Quería abstraerse, pensar sólo en la música que estaba escuchando acorde con el clima gris. No quería pensar más en esa casa, en sus recuerdos, en los chicos y en la amistad que siente tan lejos... Los ojos se le iban cerrando poco a poco mientras miraba el vaho y la lluvia, mientras dejaba pasar los pensamientos.

Recuerdos desordenados de ella y Sam jugando de la mano, bajo la lluvia, contando historias de terror.

¿Por qué no querría acordarse de mí después de irse? ¿Ya no le importaba todo lo que vivimos?

Al rato cayó dormida, mientras que afuera una tormenta se agitaba agresivamente, una lluvia deforme se derramaba agónica por los cristales del vehículo, recordándole que no todo estaba perdido.